En cartas anteriores le he transmitido la rabia y la ira que lleva destrozándome y devorándome desde hace tres años. Rabia e ira hacia el juez instructor, hacia el fiscal, los abogados de la acusación particular, los medios de comunicación y, muy particularmente, hacia la persona que acabó con la vida de mi niña”, comenzó el gallego.
Pero estos sentimientos me llevarían indefectiblemente hacia la locura y la autodestrucción y eso es algo que no puedo ni debo tolerar, porque abandonaría la esencia de mi yo, del que algo aún queda y acabaría derrotado por fuerzas ajenas a mí.
De modo que, tras mucho pensar, he entendido que el perdón es mi camino. La única forma posible de mantenerme en mi camino y sortear este gran reto que el destino me ha puesto.
Puede que no se lo crea, pero después de muchas horas de meditación considero que este nuevo rumbo es, además del acertado, el definitivo. No puedo volver a caer en episodios de cólera como los que he vivido. Es más, he llegado a la convicción de que todos ellos actuaron bajo un signo profesional del que estaban convencidos y con arreglo a la más pura de las éticas. Equivocados totalmente, pero sin saltarse la ley y sin ánimo alguno de condenar por condenar.
Se sorprenderá, pero cuando dentro de seis años, como mínimo, tenga el tercer grado en lugar de asesinar a los citados, como en tantas ocasiones imaginé, lo que realmente deseo es sentarme en una cafetería con ellos y debatir, si lo desean, lo que fue aquel juicio.
Pero lo que nunca haré será exigirles perdón, todo lo contrario, seré yo quien les ofrezca mis disculpas por tan terribles pensamientos surgidos de una locura inimaginable que no deseo a nadie. Y por la misma razón haré lo propio con el asesino o asesina de mi niña, porque ahora sí, estoy convencido de que su acción fue fruto de esa locura, ya que nadie en pleno uso de sus facultades mentales cometería una monstruosidad como esa.
Para terminar, le haré una confesión: cuando recupere mi libertad, tengo el firme propósito de desaparecer, nadie volverá a saber de mí, ni tan siquiera Rosario Porto.
Solo tengo una razón para seguir con vida, que no es otra que volver a ser un hombre libre y reunirme con mi niña, nunca antes. De hecho, ya tengo pensado el cómo y el dónde, tan solo me falta el cuándo, pero todo llega.
Mi verdadera condena no es la prisión, señor Campos, sino no haberla podido socorrer cuando más me necesitó. Eso es algo que nunca me podré perdonar. Así que cuando conozcan mi fallecimiento le ruego que descorche una botella de cava y brinde con los suyos, solo en ese momento comprenderá que he recuperado mi felicidad. Mi niña me necesita y yo a ella.
Atentamente: Alfonso Basterra Camporro.