Hay tres tipos de lágrimas, las basales, que se encuentran en ojo y sirven para lubricarlo, nutrirlo y proteger la córnea; las lágrimas reflejas, sirven para liberar al ojo de sustancias que lo irritan y las emocionales, originadas por un amplio espectro de emociones, tanto alegres como tristes.
El doctor estadounidense William H. Frey II lideró un estudio en Minnesota en el que afirmaba que “las lágrimas que derramamos fruto de las emociones contienen altas dosis de adrenocorticotropina, una hormona relacionada con el estrés. También liberan prolactina y leucina encefalina, un analgésico natural»
De ahí que cuando lloremos nos sintamos inmediatamente mucho más tranquilos, las lágrimas reducen el estrés y calman el dolor. Es cuestión de química.
El motivo que nos hace llorar cambia la composición de la lágrima, cómo demuestra el trabajo al microscopio de la fotógrafa Rose-Lynn Fisher, que en un periodo personal de muchos cambios y grandes pérdidas realizó un bello trabajo alrededor de sus propias lágrimas. Cogió un microscopio y una cámara y demostró que las lágrimas eran diferentes según fueran de felicidad o de dolor.
Cuando lloramos liberamos opiáceos y oxitocinas, dos hormonas que alivian el dolor.
Y nuestro estado general mejora al deshacernos de las toxinas acumuladas y del estrés.
Otra ventaja de llorar es que con las lágrimas liberamos manganeso que en niveles altos provoca fatiga, irritabilidad, depresión y ansiedad.
Pero no todo es química, cuando lloramos por una emoción negativa, trasformamos esa negatividad en algo tangible, algo que podemos manejar y con lo que podemos lidiar. Es decir llorar es un primer paso para superar el dolor.
Por lo tanto, salvo en casos de enfermedades como la depresión, llorar es saludable. Evitar hacerlo cuando estás preocupado o dolido por una situación, requiere mucho esfuerzo que se traduce en ansiedad y estrés.