Empezamos por la trampa de la cabeza, aquella que nos hace creer que sabemos «lo que es bueno para los demás». Por esa razón, presionamos indirectamente a nuestro amigo o amiga diciéndole lo que está bien o mal de sus actos o pensamientos.
En la trampa del corazón cometemos el error de pasarnos cuando empatizamos. «Me contagio tanto de lo que le ocurre que me vuelvo excesiva en dar», señala con criterio Marian Frías. Le llamamos a todas horas para saber cómo está y, en definitiva, cambiamos una relación sana por una de dependencia.