En la ayuda desinteresada solemos caer en una serie de «trampas» que no vienen nada bien a la otra persona. Nos lo explica Marian Frías.
Empezamos por la trampa de la cabeza, aquella que nos hace creer que sabemos «lo que es bueno para los demás». Por esa razón, presionamos indirectamente a nuestro amigo o amiga diciéndole lo que está bien o mal de sus actos o pensamientos.
En la trampa del corazón cometemos el error de pasarnos cuando empatizamos. «Me contagio tanto de lo que le ocurre que me vuelvo excesiva en dar», señala con criterio Marian Frías. Le llamamos a todas horas para saber cómo está y, en definitiva, cambiamos una relación sana por una de dependencia.
No podemos olvidarnos de la trampa de la pasión, aquella que nos hace pelear para que la otra persona recupere su ánimo lo antes posible. Un fallo provocado por la impaciencia habitual que tenemos. «Forzamos a la gente que haga cosas cuando no es su momento», concluye nuestra compañera.
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