Tomaste la decisión de dejar al amor de tu vida, pero mientras hacías las maletas te entraron las dudas. Aun así, doblaste la sudadera azul a la velocidad de la luz y deslizaste la cremallera. Abandonaste vuestro nidito con un adiós titubeante y esas dudas continuaron paseándose por tu cabeza las semanas posteriores.
Kilométricos mensajes de la que fue tu media naranja, audios repletos de llantos y súplicas… «No caigas, no caigas», te decías a ti mismo. Pero finalmente, claudicaste, igual que cuando juras que hoy no comerás chocolate. Tu decisión no se basó en razones potentes, sino en las típicas justificaciones que no hicieron más que sostener ese regreso con alfileres. Y los alfileres pueden hacerte daño…
Eres consciente de que el futuro pinta negro para vuestra relación. Pese a los malos augurios, le das una nueva oportunidad (¿cuántas van ya?). Antes era tu otro yo; ahora ni siquiera sabes si lo que sientes es amor o dependencia. Si regresas a tu vida anterior, es porque no te lo quitas de la cabeza. Y para justificar tu temeraria determinación, te autoconvences con estos pensamientos sin consistencia que no dejan de ser mitos:
«Ha cambiado completamente», te repites para convercerte. Sí, sí, en dos semanas le ha dado tiempo a dar un giro radical, ¡segurísimo! Sabes bien que un adulto no cambia así como así, ¡y menos toda esa retahíla de manías que te molestaban! No seas iluso…
Pues tal vez fue uno de los motivos de vuestra ruptura. Y es que, los momentos más felices de una relación son los iniciales, en los que todavía existe algún secreto. Según pasan los años el misterio desaparece. Ay, amigo, qué difícil es mantener la llama encendida.
Para cumplir con aquello de «esta vez todo será diferente» intentas ir despacio. Tanto que prefieres ir al cine sin coger su mano o acompañarle a casa sin beso en el portal. No te engañes, acabaréis entre las sábanas en menos de lo que canta un gallo.
La frase termina así: «ni tengo tiempo de buscarlo». Te cierras en banda a conocer a otras personas. Todo el mundo te parece idiota, sus bromas eran las más graciosas y nadie se despierta con tan buen humor como tu ex.
Cocinaba fatal, tenía el don de convertir tu ropa blanca en rosa, roncaba, odiaba hacer deporte y leer. Y eso es solo la quinta parte de las cosas que te molestaban de esa persona. ¿Crees que por emplear la manida frase «nadie es perfecto» dejarán de entrarte los siete males con su manera de ser?
Según vas aplacando tu mala baba, comienza a apoderarse de ti un sentimiento de culpa. No dejas de ver a la otra parte como la víctima. «Fue un arrebato», «no tenía que haberle dicho eso»… Te reconcomen los remordimientos… y lo aceptas de nuevo.
Eres consciente de que eres una persona difícil y no ves probable que otra pareja vaya a soportar un día de convivencia contigo. Lo que tuvo que lidiar contigo tu expareja no es moco de pavo. «¡Se merece una oportunidad!», te repites.
Tú verás, puedes echar mano de esas leyendas o agarrarte a la sabiduría popular con aquel: «segundas partes nunca fueron buenas». Claro que, conociendo tus arrestos, acudirás a otra frase universal para justificar tu decisión de regresar con la que fue tu media naranja: «el que no arriesga no gana».
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